Rafael
Espinosa │ Este no es un fraccionamiento común; aquí, las mujeres andan en
bragas y sostenes de encajes. Algunas de ellas risueñas o amodorradas. Otras,
semidesnudas, de bruces sobre su cama, o sensualmente espigadas con el brazo
extendido en el marco de la puerta. Se comen las uñas porque hoy parece un día
tranquilo. No falta quien esté comiendo pescado a las tres de la tarde, con la
televisión encendida con imágenes pornográficas. Se sientan en la orilla de la
cama gozando el aire del ventilador o refrescándose con un abanico. Una que
otra cierra su puerta y se dispone a dormir. La que tiene buena suerte cierra
la puerta con un cliente dentro. Quisiera decir que sólo hay jóvenes hermosas
pero también hay abuelas de labios carmesí. Es entrar a un mundo diferente,
quizá por eso le llaman Zona Galáctica. Los parroquianos, zapatean al ritmo de
la música y se toman tragos de cerveza, escurren su mirada con deleite sobre
los cuerpos de las muchachas que bailan entre los pasillos. Ciertos clientes se
preocupan por encontrarse a un conocido ahí, y como gallinas asustadas,
moviendo el cuello, se acercan a la puerta preguntando:
―¿Cuánto
cobras?
―50
pesos con una pose. ¡Pásale, mi amor! ―dice con cariño.
―Paso
a la vuelta.
La
mujer se enfurece y pronto tiene que ser amable porque otro cliente llegará a
preguntar también. El joven que preguntó se compra un cigarro con el
“cangurito” y sigue su recorrido. Ahí llegan licenciados, albañiles, mecánicos,
carpinteros, estudiantes sin uniforme, de todo un poco.
―¿Cómo
te fue? ―le pregunta uno que acaba de salir del cuarto de una joven lozana.
―Se
mueve bien ―repone el otro con una sonrisa.
―¿Cuánto
te cobró?
―Cien
pesos, normal y dos poses, pero estuvo bien.
―Entonces,
ahí voy a entrar también ―. El amigo se va directo.
Habían
llegado juntos en el colectivo.
Hace
algunos años, los clientes hacían fila en el cuarto de una joven. No era de
Chiapas. Iba de paso rumbo a Estados Unidos. Generalmente ninguna de ellas es
de la capital. Era la envidia de todas hasta que se fue. Su cuerpo, decían, era
exquisito. Sin embargo, era lo de menos, pues además era muy amable y cariñosa.
―Quiero
volver a entrar con Brenda―decía un cliente refiriéndose a ella.
―No,
wey, estás muy tomado ―le sugería su amigo.
No
pasó mucho tiempo cuando la policía vino por él por escandalizar la Zona.
La
habitación de Brenda era como las demás, un colchón sobre una plancha de
cemento, con carteles de mujeres eróticas en las paredes, una televisión, un
ventilador, un tocador y un baño pequeño con regadera. Había un tendedero de un
metro en donde colgaba sus prendas íntimas lavadas. Tan pequeña que sólo se
podía dar vueltas en el mismo lugar.
―A
ver, ¿te ayudo? ―destapaba el condón. Comenzaba a besar sensualmente el cuello
del cliente―, tú déjate llevar, yo lo hago todo.
Sin
duda, muchos clientes salían con ganas de quedarse ahí toda la vida. Es posible
que los jóvenes sentían que por primera vez tocaban el cielo y los adultos
encontraban en ella algo que quizá no experimentarían jamás en su hogar.
No
faltó alguien que le ofreciera matrimonio, que las sacaría de ahí para que la
llevara a vivir lejos, que le enviara crédito a su teléfono celular o que la
invitara a salir a escondidas. Se fue y también se murieron muchas ilusiones.
Sólo
queda en la memoria de la penúltima generación, el aroma a perfume, a loción
verde o al penetrante olor a limpiador de pisos en los pasillos.
Cómo
olvidar este recinto glamuroso, despertar de muchos púberos.
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