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lunes, 2 de septiembre de 2019

Al oriente de la capital (Zona Galáctica)



Rafael Espinosa │ Este no es un fraccionamiento común; aquí, las mujeres andan en bragas y sostenes de encajes. Algunas de ellas risueñas o amodorradas. Otras, semidesnudas, de bruces sobre su cama, o sensualmente espigadas con el brazo extendido en el marco de la puerta. Se comen las uñas porque hoy parece un día tranquilo. No falta quien esté comiendo pescado a las tres de la tarde, con la televisión encendida con imágenes pornográficas. Se sientan en la orilla de la cama gozando el aire del ventilador o refrescándose con un abanico. Una que otra cierra su puerta y se dispone a dormir. La que tiene buena suerte cierra la puerta con un cliente dentro. Quisiera decir que sólo hay jóvenes hermosas pero también hay abuelas de labios carmesí. Es entrar a un mundo diferente, quizá por eso le llaman Zona Galáctica. Los parroquianos, zapatean al ritmo de la música y se toman tragos de cerveza, escurren su mirada con deleite sobre los cuerpos de las muchachas que bailan entre los pasillos. Ciertos clientes se preocupan por encontrarse a un conocido ahí, y como gallinas asustadas, moviendo el cuello, se acercan a la puerta preguntando:

―¿Cuánto cobras?

―50 pesos con una pose. ¡Pásale, mi amor! ―dice con cariño.

―Paso a la vuelta.

La mujer se enfurece y pronto tiene que ser amable porque otro cliente llegará a preguntar también. El joven que preguntó se compra un cigarro con el “cangurito” y sigue su recorrido. Ahí llegan licenciados, albañiles, mecánicos, carpinteros, estudiantes sin uniforme, de todo un poco.

―¿Cómo te fue? ―le pregunta uno que acaba de salir del cuarto de una joven lozana.

―Se mueve bien ―repone el otro con una sonrisa.

―¿Cuánto te cobró?

―Cien pesos, normal y dos poses, pero estuvo bien.

―Entonces, ahí voy a entrar también ―. El amigo se va directo.

Habían llegado juntos en el colectivo.

Hace algunos años, los clientes hacían fila en el cuarto de una joven. No era de Chiapas. Iba de paso rumbo a Estados Unidos. Generalmente ninguna de ellas es de la capital. Era la envidia de todas hasta que se fue. Su cuerpo, decían, era exquisito. Sin embargo, era lo de menos, pues además era muy amable y cariñosa.

―Quiero volver a entrar con Brenda―decía un cliente refiriéndose a ella.

―No, wey, estás muy tomado ―le sugería su amigo.

No pasó mucho tiempo cuando la policía vino por él por escandalizar la Zona.

La habitación de Brenda era como las demás, un colchón sobre una plancha de cemento, con carteles de mujeres eróticas en las paredes, una televisión, un ventilador, un tocador y un baño pequeño con regadera. Había un tendedero de un metro en donde colgaba sus prendas íntimas lavadas. Tan pequeña que sólo se podía dar vueltas en el mismo lugar.

―A ver, ¿te ayudo? ―destapaba el condón. Comenzaba a besar sensualmente el cuello del cliente―, tú déjate llevar, yo lo hago todo.

Sin duda, muchos clientes salían con ganas de quedarse ahí toda la vida. Es posible que los jóvenes sentían que por primera vez tocaban el cielo y los adultos encontraban en ella algo que quizá no experimentarían jamás en su hogar.

No faltó alguien que le ofreciera matrimonio, que las sacaría de ahí para que la llevara a vivir lejos, que le enviara crédito a su teléfono celular o que la invitara a salir a escondidas. Se fue y también se murieron muchas ilusiones.

Sólo queda en la memoria de la penúltima generación, el aroma a perfume, a loción verde o al penetrante olor a limpiador de pisos en los pasillos.

Cómo olvidar este recinto glamuroso, despertar de muchos púberos.

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