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jueves, 8 de noviembre de 2018

Agustín Duvalier, un ícono de Tuxtla



Rafael Espinosa / Quizá haya usted visto caminar por el zócalo capitalino a don Agustín Duvalier. Don Agustín es hijo del destacado poeta, escritor y periodista chiapaneco, Armando Duvalier. Es un insaciable lector de periódicos impregnado de sabiduría política. Tiene una asombrosa lucidez rayana a la locura en el término concreto de la intensidad del conocimiento. Sin embargo, en ocasiones, su acervo cultural sufre por la amenaza constante del olvido. A sus 70 años, don Agustín ha sido periodista y funcionario público en áreas relacionadas con la Comunicación Social. Sin presunción cuenta que es sobrino de la brillante escritora Elena Poniatovska y de la exdiputada y exsenadora, Arely Madrid, e hijo putativo de la escritora chiapaneca, Rosario Castellanos, quien le dedicó el poema "Lamentaciones de Dido". Estudió periodismo en la "Escuela de Periodismo Carlos Septién" y en sus años de gloria fue reportero de varios estaciones de radio y de prensa. Nació en Tuxtla Gutiérrez, no obstante, a la edad de 20 años partió a la Ciudad de México donde trabajó con Jacobo Zabludovski, entre otros comunicadores de esa talla, cuando era Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz. Su pasión por el periodismo, dice, fue un legado paternal, sin temor a decir también que es simpatizante del priísmo desde hace más de 50 años. Tenía 15 años de edad cuando se empleó como corrector de pruebas de linotipo en El Heraldo. Después de unos años, regresó a Tuxtla Gutiérrez. En el círculo político se considera amigo del expresidente de México, Luis Echeverría, del exgobernador Juan Sabines Gutiérrez y el otrora alcalde de la capital, Enoch Araujo. Es el de en medio de tres hermanos, el mayor ya falleció y el menor es sexólogo, investigador de la UNAM con cuatro Maestrías en Ciencias Penales. Recuerda sin amargura que se entregó tanto en las oficinas públicas y al periodismo que no le dedicó tiempo al amor. Cuando era joven terminó la única relación seria después de un año. En sus ratos de soledad, camina por las calles de la capital, lee en su casa temas relacionados con la ciencia y el humanismo, visita cafeterías y sobrevive con el tic neurológico de lamerse la palma de la mano derecha y acomodarse los bigotes con el dorso de la izquierda. Es bebedor social, no ha fumado en su vida y le despreocupa el mañana. A pesar de que tuvo las posibilidades de comprarse un coche, nunca lo tuvo y mucho menos sabe manejar, dice el septuagenario de un metro sesenta de estatura.

Con sus 60 kilos, trilla la plazoleta del Parque Central todos los días. Es conocido por su guayabera en cuyas bolsas siempre anda retazos de papel con apuntes de toda índole y un par de bolígrafos con los que escribe con evidente intranquilidad.

Entre la nostalgia de la ciudad, se desplaza a pasos cortos pero ligeros, con gafas de montura negra, bigote blanco y una incipiente calvicie. A veces lleva en la mano una bolsa de nylon con recortes de periódicos, un reloj de plástico negro en la muñeca izquierda y una sortija en el anular de la derecha.

Por las mañanas hace sus quehaceres domésticos, trabaja de asesor de prensa para el Gobierno del Estado, lee periódicos en las oficinas de Comunicación Social y luego inicia su rutina de caminante de insufrible soledad.

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