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lunes, 13 de febrero de 2012

¡Me lleva el diablo!



Por Rafael Espinosa:
Cuando abrió los ojos un resplandor inexplicable lo cegó por completo que tuvo que agacharse un poco para soportarlo. Alzó la vista y observó un paraíso inmenso a sus pies, con cabras, jirafas, elefantes, leones, pájaros, venados y otros animales salvajes, todos sueltos, transitaban mansos bajo un cielo descapotado, entre árboles cargados de frutos que tocaban el piso.
Caminó sobre el pasto verde, entre veredas florales, acarició algunos animales, acercándose a una laguna donde reflejó su cara y comprendió que no era un sueño pero tampoco aceptaba el paisaje como una realidad.
Era medio día. Apenas en la mañana había salido de su casa despidiéndose de su madre y de sus hermanos sin decirles a dónde iba. Quiso explorar la cueva prohibida del pueblo.
Ese día subió a la montaña equipado con una lámpara, un “pumpo” de agua, una carabina al hombro y su perro a un lado.
Penetró en la cueva. Dio unos pasos y llamó a “Chester”, su mascota. El sabueso daba vueltas en la entrada, caminaba hacia un lado y para otro, y gemía sin atreverse a cruzar el umbral.
Sujetándose de las rocas húmedas, bajo estalactitas, tomándose el sombrero para evitar que los murciélagos asustadizos se lo tiraran de la cabeza.
Avanzaba entre paredes escarpadas y piedras musgosas que provocaron su caída más de una vez. De pronto la lámpara fue perdiendo fuerza hasta quedarse en la oscuridad. A lo lejos vio una pequeña luz que sería la meta para después regresar. No tengo miedo, se dijo. Siguió; pero dejó la escopeta y su sombrero sobre un risco. Comenzó a desplazarse pecho tierra hasta cruzar y ver una luz intensa. Cuando abrió los ojos se acercó a una laguna de agua clara, donde vio su rostro moreno y su nariz aguileña.
Anduvo media hora sobre el prado, acariciando a los animales dóciles y disfrutando del canto de los jilgueros. Se quitó la camisa para envolver dos mangos del tamaño de una sandía, que había cortado para llevárselos a su casa.
Al regresar encontró a Chester en la entrada de la cueva. En el camino a casa saludó a los vecinos y nadie le contestaba.

“Me lleva el diablo”, dijo.

Abrazado de los dos mangos atravesó el corral hasta llegar al corredor de su casa de tejas de barro, mientras que Chester se escurrió debajo del alambrado.
Dominado por el cansancio, Cecilio se durmió en la hamaca rodeada de tiestos colgantes con plantas de ornato, pero antes había dejado los frutos gigantes en la esquina del corredor, junto a un macetón de helechos.
Más tarde llegaron su madre y sus hermanos aún preocupados por su desaparición. Lo habían buscado en los potreros, en las caballerizas y entre los surcos de la milpa, incluso fueron a casa de su novia sin tener noticias de él.
A las dos horas despertó con hambre, se instaló en la mesa acompañado de su familia sin que le sirvieran un plato de comida. Nada le dijeron, imaginándose que sus hermanos y sus padres estaban molestos por su repentina desaparición. 
En la noche se metió a la cama. Al siguiente día se levantó a tomar café muy temprano, pero en la casa nadie había. Se fue al cultivo de su padre sorprendido de que ni las palomas se inmutaran de su presencia.
A la noche próxima salió muy triste de su casa y anduvo por las calles polvorientas donde sólo los perros salieron a ladrarle. 
El lunes en la mañana su familia se marchó nuevamente al amanecer, mientras que Cecilio se sentó en el pretil del corredor.
A medio día su madre, acompañada de sus hijos, llegó muerta en llanto. Se había metido a la cueva y había encontrado la carabina, la lámpara y el sombrero de Cecilio, sobre una roca.
Cecilio corrió hacia su madre y la abrazó con todas sus fuerzas sin que ella lo sintiera. Su cuerpo nunca salió de la cueva, sólo su alma merodeaba en cualquier parte.
Durante su funeral los tíos que mataban el tiempo en el juego de barajas y aguardiente, contaron los finales trágicos de los que habían ingresado a la cueva encantada.
Uno de ellos relató que Raúl, el molinero, regresó a su casa sintiendo una sombra que lo perseguía y dejó de sufrir después de que un cura del pueblo lo bañó en una tina de agua bendita. José, el novio de Macaria, intervino otro, miraba cosas raras cuando estaba borracho.
O la leyenda de los abuelos, soltó otro, de aquel que quedó ciego al mirar la luz brillante de la cueva, como le ocurrió a Luis a sus 18. Murió de tristeza en las penumbras de su cuarto.
Entre las plegarias, juegos de naipes, mujeres que preparaban café y cena, Cecilio se dirigió al altar, clavó su mirada triste en su fotografía y comprendió que la reunión era la víspera de un sepelio sin cadáver. Vio el ataúd lleno de pertenencias suyas, con la lámpara, el sombrero, el “pumpo” y la carabina, sin que viera su rostro moreno claro, su cabello de lado y su nariz aguileña, como los había visto en la laguna del paraíso.
Luego acarició con nostalgia las flores frescas del altar, apagó los cirios, los mechones de lumbre empotrados en las paredes y todo quedó en completa oscuridad. Sólo escuchó el murmullo general. Tomó sus dos mangos grandes invisibles para los vivos y desapareció en las tinieblas rumbo a la cueva, atravesando árboles y matorrales.
Chester gemía viéndolo partir, corría en el patio como loco, regresaba a la sala a jalarle el vestido a la madre de Cecilio, pero la multitud estaba ocupaba en busca de fósforos.


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