Rafael
Espinosa:
Como si se tratara de un mal presentimiento, un día antes del
asalto, don Oscar imprimió el negativo de su retrato y lo clavó en una de las
paredes de su sala.
—Por
si me llega a suceder algo —le contestó sereno a su esposa que estaba inquieta
por la fotografía.
Al
amanecer del día siguiente, se dirigió al local de agua purificada, en la
colonia El Rosario, de donde es encargado desde hace más de 12 años.
Cerca
de las nueve de la noche, cerró las cortinas del negocio dispuesto a celebrar
en familia el cumpleaños de su pequeña nieta. Don Oscar había pasado tantas
veces sobre el puente del río Sabinal que una vez más parecía algo normal.
Pidió
al chofer del colectivo que lo bajara en la Calzada de Las Culturas, a un
costado del estadio de futbol, para luego caminar rumbo a la gasolinera El
Vergel, por donde se ubica la empresa donde firma nómina y entrega cuentas
diarias.
Iba
animado pero afligido, bajo la noche lluviosa, porque ya había comprado el
pastel con la promesa de llevarlo a buena hora.
Recuerda
que aquel sábado 23 de septiembre, antes de cruzar el puente del río Sabinal,
sin miedo ni preocupación, vio la silueta de tres hombres que caminaban hacia
él como cualquier peatón.
Al
tenerlos cerca, uno de ellos lo encaró intempestivamente:
—¡Entrégueme
todo lo que trae! —.
Al
sentir las manos que le pasaban revista, sintió un escalofrío fortuito y su
reacción automática fue forcejear. Cuando sus fuerzas ya no dieron para más,
los delincuentes le arrebataron mil 800 pesos y dos teléfonos celulares.
Como
estaban al borde del río, sólo bastó un empujón para que rodara sobre los
diques de piedra hasta caer acostado en el agua sucia y pestilente del cauce. Mientras
los delincuentes huían, don Oscar hizo un esfuerzo descomunal y sacó la cabeza
del agua dando un resoplido y respirando trabajosamente.
Con
el cuerpo adolorido y mojado, repetidas veces intentó trepar los ocho metros
para llegar a la superficie, sin lograrlo. Pidió auxilio a gritos durante
varios minutos en las penumbras y sólo veía las luces de los coches que
pasaban; al fin un taxista, que iba en compañía de su esposa, se detuvo y echó
reversa.
Después
de varios deslices, con ayuda de la pareja, logró salir a rastras. Al llegar a
su casa, don Oscar, de 54 años de edad, temblando de frío porque seguía
lloviendo, le ofreció 50 pesos al taxista que se negaba a aceptarlo hasta que,
un poco apenado, estiró la mano para recibirlo.
La
esposa de don Oscar espantada y preocupada, al ver a su marido en tales
condiciones, había corrido hacia a la sala por los 50 pesos para pagarle al
taxista.
Esa
noche le avisó a su hijo que no iría al cumpleaños de su nieta, porque lo
habían asaltado, pero que no se preocupara, todo estaba bien.
Con
la ayuda de su esposa, se vendó el brazo derecho que era el que más le dolía;
cuando se estaba bañando, rememora, veía hematomas en la mayor parte de su
cuerpo.
Al
día siguiente, don Oscar, por su manía de no faltar al trabajo, se presentó con
el cuerpo minado pero acompañado de su esposa. Sin embargo, no tardó mucho
cuando le arreció el dolor del brazo, por lo que le pidió a su esposa que se
encargara del expendio de agua, mientras él se fue al Seguro Social 5 de Mayo.
Desde
ese día quedó hospitalizado porque tenía la muñeca derecha fracturada. Estuvo
incapacitado cuatro meses y a ratos, durante su reposo, pensativo por el
recuerdo, dibujó en una hoja el puente, a los asaltantes y su caída al río.
Recientemente
se incorporó al trabajo.
Después
del asalto ya nada es igual, dice. No puede cargar los garrafones de agua con
la misma confianza que antes. No siente miedo pero es más precavido. Ahora toma
dos colectivos.
Los
clientes y vecinos siempre preguntaron por don Oscar.
—Gracias
a Dios, aquí me tienen todavía —responde con una sonrisa, tras el mostrador.
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