Rafael Espinosa:
—Hija,
ya estás en edad de presentarme a un novio —expresó con eufemismo la señora
Aurora sentada en el balancín del jardín.
Ambas
contemplaban el atardecer, el césped raso y los árboles del patio.
—No
tengo prisa, mamá —contestó Margot sin pena impulsando el balancín con la punta
del pie.
No
era la primera vez que la señora Aurora atacaba sutilmente a su hija con esta
pregunta.
—¿Existe
una edad adecuada para casarse, mamá? —objetó, haciéndose amena la plática.
—No,
que yo sepa, hija —reflexionó la señora Aurora—; pero quisiera ver jugar a mi
nieto en el patio —.
—Pero
tenemos a Coqueta que es como mi hija —sonrió Margot llamando a la perrita
lanudita que se subió a su regazo.
—No,
hija, hablo de una criatura de verdad —reprochó la señora Aurora con tono
amable.
—Si
eso deseas, mamá, no sólo traeré a un novio a casa sino también a un niño
—apenas terminaba la frase cuando la señora Aurora quien al escucharla se había
puesto alegre.
—¿En
serio? ¡Tu padre estaría feliz! —.
—Claro,
tantos niños en los horfanatos que necesitan un hogar como el nuestro —reviró
Margot desanimando nuevamente a su madre.
La
señora Aurora desistió al tema con cierta nostalgia e inmediatamente después se
puso alerta al escuchar de su hija pensativa: ¿Acaso te estorbo?
—No,
hija, simplemente pienso que ya estás en edad de casarte, tener tu propia casa
y tu propia familia, pero si decides quedarte en casa con nosotros tampoco hay
problema —caviló la señora Aurora un poco preocupada al notar la reacción de su
hija ante el punzante cuestionamiento.
—Es
más —añadió tratando de distraerla—, olvídate del asunto y plátícame de tus
proyectos laborales.
—Volviendo
al tema, mamá, quiero decirte que tengo un pretendiente —dijo con una sonrisa
insatisfecha.
—¡Qué
bien! —vibró de emoción la señora Aurora—, pero ¿por qué pones esa cara?, ¿No
lo quieres?
—Sí,
y mucho, pero es casado —descargó la losa que la oprimía.
Margot
observó la sonrisa chueca de su madre sin esperar las preguntas de ordinario.
—Es
piloto aviador, tiene 35 años, dos hijos y una esposa a la que dice ya no ama
—resumió Margot.
—Mmm
—calló pensativa la señora Aurora mirando los árboles del patio y dedujo—, es
un buen partido, es dos años mayor que tu, los niños es asunto de ellos y la
mujer debe aceptar la situación.
—Es
un buen intento —prosiguió—, pero de seguro tu padre te mata; eres su única
princesa —dijo con un semblante de franca advertencia.
—Dice
que su divorcio está en trámite y tiene deseos de casarse conmigo. ¿Qué hago,
mamá? —suplicó Margot reposando la cabeza en el hombro de su madre, con
evidente sufrimiento de indecisión.
—Confiando
en la honestidad del hombre, tienes mi anuencia, hija, y de tu padre me encargo
yo —se comprometió la señora Aurora acariciándole el cabello a su hija.
Pronto
la tarde se apagó.
Una
semana antes de que se casaran, el piloto y Margot se citaron cerca de una
pista de aterrizaje para dar una vuelta en la avioneta. Ese día Margot llegó
malhumorada a casa; Bladimir no asistió a la cita.
Al
siguiente día, Margot estaba tomando café con sus amigas cuando un piloto
elegante entró a la cafetería dirigiéndose a ella.
—¿Es
usted la señorita Margot? —.
—Sí,
dígame —contestó con serenidad.
—Temo
decirle... —carraspeó y agregó sin preámbulos—; que su prometido ha muerto —.
Bladimir
había muerto en un accidente aéreo.
Desde
esa vez, Margot juró no casarse nunca, sin embargo, dos años después un
empresario de neumáticos, soltero y amante de la velocidad de los coches, no
sólo la cortejó sino que le ofreció matrimonio. Nuevamente se topó con la
dubitativa respuesta.
Pasó
noches en su cama dando vueltas tratando de decidirse hasta que resolvió darse
otra oportunidad. El noviazgo era feliz. Un verano viajaron a Acapulco y en el
camino colisionaron atrás de un camión que transportaba tubos. Transitaba como
bólido de modo que Carlos, en un banco de neblina, no logró ver el lento
desplazamiento del camión, sin que se diera tiempo de frenar. Carlos murió al
instante y Margot, después de un mes, salió en silla de ruedas del hospital.
Al
recuperar su estado físico normal, viajó de Chiapas a México por cuestiones de
carácter laboral. Habían pasado dos veranos. Esta ocasión perjuró no llegar al
altar y tampoco al registro civil con alguien que tuviera que ver con
casamiento. Y lo cumplió. Vivió muchos años sola y se le dio por fumar en
exceso. En un congreso de trabajo conoció a un médico mayor a ella. En realidad
no le tomó importancia a las pretensiones de Hiram. No obstante, el hombre de
50 años, se desvivía por ella, de tal manera que le llevaba serenata a su
departamento, encontraba ramos de rosas en su escritorio y hallaba cartas de
amor debajo de la puerta.
Con
tantas impertinencias e imprudencias, pues Margot le había relevado que nada
quería saber de relaciones amorosas, al fin cedió a la perseverancia del
empedernido romántico.
Vivieron
felices en concubinato hasta que un día Margot lo sacudió para que se tomará el
té sin que aquél saliera de las sábanas, no respondía y no respondió nunca:
había muerto.
Veinte
años después, Margot terminó nuevamente en silla de ruedas a causa de cáncer en
los huesos, calentándose por las mañanas con los primeros rayos de sol. Una
tarde lluviosa, Margot le dio la última bocanada al cigarro y murió, sola,
recostada hacia a un lado; el cigarrillo humeante se consumió también sobre las
baldosas.
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