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martes, 15 de mayo de 2018

El ocaso de Margot


Rafael Espinosa:

—Hija, ya estás en edad de presentarme a un novio —expresó con eufemismo la señora Aurora sentada en el balancín del jardín.

Ambas contemplaban el atardecer, el césped raso y los árboles del patio.

—No tengo prisa, mamá —contestó Margot sin pena impulsando el balancín con la punta del pie.

No era la primera vez que la señora Aurora atacaba sutilmente a su hija con esta pregunta.

—¿Existe una edad adecuada para casarse, mamá? —objetó, haciéndose amena la plática.

—No, que yo sepa, hija —reflexionó la señora Aurora—; pero quisiera ver jugar a mi nieto en el patio —.

—Pero tenemos a Coqueta que es como mi hija —sonrió Margot llamando a la perrita lanudita que se subió a su regazo.

—No, hija, hablo de una criatura de verdad —reprochó la señora Aurora con tono amable.

—Si eso deseas, mamá, no sólo traeré a un novio a casa sino también a un niño —apenas terminaba la frase cuando la señora Aurora quien al escucharla se había puesto alegre.

—¿En serio? ¡Tu padre estaría feliz! —.

—Claro, tantos niños en los horfanatos que necesitan un hogar como el nuestro —reviró Margot desanimando nuevamente a su madre.

La señora Aurora desistió al tema con cierta nostalgia e inmediatamente después se puso alerta al escuchar de su hija pensativa: ¿Acaso te estorbo?

—No, hija, simplemente pienso que ya estás en edad de casarte, tener tu propia casa y tu propia familia, pero si decides quedarte en casa con nosotros tampoco hay problema —caviló la señora Aurora un poco preocupada al notar la reacción de su hija ante el punzante cuestionamiento.

—Es más —añadió tratando de distraerla—, olvídate del asunto y plátícame de tus proyectos laborales.

—Volviendo al tema, mamá, quiero decirte que tengo un pretendiente —dijo con una sonrisa insatisfecha.

—¡Qué bien! —vibró de emoción la señora Aurora—, pero ¿por qué pones esa cara?, ¿No lo quieres?

—Sí, y mucho, pero es casado —descargó la losa que la oprimía.

Margot observó la sonrisa chueca de su madre sin esperar las preguntas de ordinario.

—Es piloto aviador, tiene 35 años, dos hijos y una esposa a la que dice ya no ama —resumió Margot.

—Mmm —calló pensativa la señora Aurora mirando los árboles del patio y dedujo—, es un buen partido, es dos años mayor que tu, los niños es asunto de ellos y la mujer debe aceptar la situación.

—Es un buen intento —prosiguió—, pero de seguro tu padre te mata; eres su única princesa —dijo con un semblante de franca advertencia.

—Dice que su divorcio está en trámite y tiene deseos de casarse conmigo. ¿Qué hago, mamá? —suplicó Margot reposando la cabeza en el hombro de su madre, con evidente sufrimiento de indecisión.

—Confiando en la honestidad del hombre, tienes mi anuencia, hija, y de tu padre me encargo yo —se comprometió la señora Aurora acariciándole el cabello a su hija.

Pronto la tarde se apagó.

Una semana antes de que se casaran, el piloto y Margot se citaron cerca de una pista de aterrizaje para dar una vuelta en la avioneta. Ese día Margot llegó malhumorada a casa; Bladimir no asistió a la cita.

Al siguiente día, Margot estaba tomando café con sus amigas cuando un piloto elegante entró a la cafetería dirigiéndose a ella.

—¿Es usted la señorita Margot? —.

—Sí, dígame —contestó con serenidad.

—Temo decirle... —carraspeó y agregó sin preámbulos—; que su prometido ha muerto —.

Bladimir había muerto en un accidente aéreo.

Desde esa vez, Margot juró no casarse nunca, sin embargo, dos años después un empresario de neumáticos, soltero y amante de la velocidad de los coches, no sólo la cortejó sino que le ofreció matrimonio. Nuevamente se topó con la dubitativa respuesta.

Pasó noches en su cama dando vueltas tratando de decidirse hasta que resolvió darse otra oportunidad. El noviazgo era feliz. Un verano viajaron a Acapulco y en el camino colisionaron atrás de un camión que transportaba tubos. Transitaba como bólido de modo que Carlos, en un banco de neblina, no logró ver el lento desplazamiento del camión, sin que se diera tiempo de frenar. Carlos murió al instante y Margot, después de un mes, salió en silla de ruedas del hospital.

Al recuperar su estado físico normal, viajó de Chiapas a México por cuestiones de carácter laboral. Habían pasado dos veranos. Esta ocasión perjuró no llegar al altar y tampoco al registro civil con alguien que tuviera que ver con casamiento. Y lo cumplió. Vivió muchos años sola y se le dio por fumar en exceso. En un congreso de trabajo conoció a un médico mayor a ella. En realidad no le tomó importancia a las pretensiones de Hiram. No obstante, el hombre de 50 años, se desvivía por ella, de tal manera que le llevaba serenata a su departamento, encontraba ramos de rosas en su escritorio y hallaba cartas de amor debajo de la puerta.

Con tantas impertinencias e imprudencias, pues Margot le había relevado que nada quería saber de relaciones amorosas, al fin cedió a la perseverancia del empedernido romántico.

Vivieron felices en concubinato hasta que un día Margot lo sacudió para que se tomará el té sin que aquél saliera de las sábanas, no respondía y no respondió nunca: había muerto.

Veinte años después, Margot terminó nuevamente en silla de ruedas a causa de cáncer en los huesos, calentándose por las mañanas con los primeros rayos de sol. Una tarde lluviosa, Margot le dio la última bocanada al cigarro y murió, sola, recostada hacia a un lado; el cigarrillo humeante se consumió también sobre las baldosas.

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