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domingo, 24 de febrero de 2013

La inquilina


Rafael Espinosa: 

Siempre pensé que vivía solo entre puertas blancas y paredes color hueso, pero sabía también desde hace un mes de una inquilina que irrumpía a mi departamento y que hacía fiestas durante mi ausencia sin que tuviera la delicadeza de levantar los cachivaches del piso. Incluso, supongo que danzaba cuando dormía, porque muchas veces escuché ruidos extraños en la madrugada, aunque era mayor mi sueño y le restaba importancia al asunto. Al amanecer no encontraba las cosas en su lugar. Supuse que algún día se manifestaría ante mi presencia para evitar su vida clandestina. Y así fue.
Una vez llegué más temprano que de costumbre, la sorprendí cuando se encontraba parada en la sala. Se quedó impávida, de pronto, movió la cabeza y corrió hacia la pared más próxima para ocultarse. Juro que sentí cierto sentimiento, sin embargo, recordé todas las travesuras hechas por ella dentro de la casa y decidí pensar bien las cosas.
Ahora se aprovecha de mi indiferencia, parece importarle poco si le hago caso. Camina frente a mí sobre los sillones, revisa el refrigerador y hasta pareciera que se hace de comer mientras miro la televisión.
Un día la correteé por toda la casa hasta que la perdí, no obstante, después de varios días sin verla, abrí el closet y la encontré dormida a sus anchas. Ella abrió los ojos, brincó y corrió nuevamente.

¡Por lo menos págame una renta!, le dije. Después de todo tu también vives aquí y comes sin que cooperes para la despensa.

Permitiré que siga viviendo aquí, pero ya le advertí que no cabemos más de dos, así que tiene que abstenerse a traer hijos a este mundo por el momento. El departamento es tan chico que si no obedece en poco tiempo tendré llena la casa de nuevos huéspedes y eso significa conseguir otro empleo para solventar la economía del hogar.
Seguramente ahora está detrás de mi para investigar qué es lo que escribo, porque regularmente hace ruidos y ahora está sonando unos papeles, quizá busca su identidad o su acta de nacimiento, pues ni siquiera sé cómo se llama. Yo le llamó Bella. Tiene sus dientes blancos, una sonrisa tímida y cara tierna. Supongo que en alguna parte tiene artículos de bisutería, aunque yo no los he visto, porque sus ojos parecen estar adornados de pestañas largas y quebradas.

¡Bella, ya llegué!, le dije una noche.

Tenía en los labios residuos de leche. Tampoco me dijo algo, entiendo que le dio pena. Tiré la mochila en el sofá y me puse a ver la televisión, mientras ella se fue a la cocina.

No te preocupes, le dije; ya comí en la calle.

Noté que no salía para saludarme. Sentí que algo andaba mal y por curiosidad fui a la cocina y ya no estaba, pero me incomodé demasiado al ver que la despensa y los trastos eran un desastre de guerra.
Estoy contrariado porque mañana pienso ir a un negocio para buscarle una solución al problema, pero lo estoy pensado mil veces porque es mi única compañía y lleva varios meses conmigo. Extrañaré el ruido de sus quehaceres y su carita tierna cuando come en la mesa.

Bella es una ratita.

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