Por Rafael Espinosa:
Antes de la muerte de su hijo, la señora De la Luz
sintió un peso enorme en el corazón y le habló a las plantas de su jardín para
olvidarse del mal presentimiento. El abrazo y el beso que se dieron en la
puerta supieron a despedida.
“¡Qué pue chula, no me vas a alegrar el
corazón ahora!”, le dijo a su jardín, extrañada de que no diera flores.
Sentía que el presagio no la dejaba en paz hasta que
rodaron las lágrimas sobre sus mejillas. La noche anterior habló con su hijo a
través del teléfono celular, sin embargo, ese domingo, las llamadas timbraban
pero nadie contestó.
Pasado el medio día fue a la guardería de la iglesia
“Jesucristo de los Últimos Días”. Ahí, en medio de varios niños, una compañera
le dijo que descargara su pesar.
“Llore, hermana, lloré hasta donde quiera”, escuchó
decirle.
Antes de que cayera la noche, recibió una llamada
urgente de su sobrina. Minutos más tarde, su sobrina, acompañado del esposo y
otro hombre (dueño de la casa donde fue el hallazgo), se presentaron en su
domicilio, en la colonia Los Pájaros.
“Alan está muerto”, soltaron los visitantes.
Se condujeron a unas cuadras del mercado Los
Ancianos, donde la Policía resguardaba la casa y los vecinos rondaban en el
callejón. Una noche antes, Alan había convivido con cinco compañeros del centro
de abasto, donde su madre tiene un puesto de tamales y donde él trabajaba de
cargador.
“¡Déjenme entrar!”, suplicaba De la Luz a la Policía.
El joven Alan Jair, de 18 años, laureado con
diplomados de excelencia académica a su paso por la escuela primaria y quien
antes de su muerte exhibió con orgullo a sus familiares las boletas de casi de
diez de calificación en la preparatoria (después de un ligero desliz), estaba
dentro de la habitación con 19 navajazos corporales, batido de su propia
sangre.
“Te van a matar”, advirtió un día De la Luz a
su hijo.
Ella se había enterado que un compañero del trabajo
había tenido un percance con él. Este compañero, pariente de una locataria del
mercado, era parte de la misma cuadrilla con quien Alan Jair salía con
frecuencia en un automóvil de uno de ellos.
Un día antes de graduarse del Colegio de Bachilleres
de Chiapas, plantel 13, Alan Jair, el joven mormón, cargador del mercado,
aspirante a misionero en Europa, goleador del equipo de futbol de sus “amigos”,
apareció muerto.
“Espero en Dios no perder la memoria”, soltó la
señora sin suprimir el llanto, al tiempo en que enseñaba la habitación llena de
recuerdos de su hijo.
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